Mi ultima corrida

13/09/2017

Me llamo Felipe. Ahora ya soy algo mayor, pero he tenido una vida feliz. Me casé muy joven, con Dora, una preciosidad que se ha mantenido a mi lado durante décadas. Hemos vivido siempre en una casa apartada, con su jardín y su privacidad total, que me ha venido de perlas a lo largo de los años. Nuestra hija Rebeca, un calco de su madre, quedó embarazada también muy joven, y me dio una nieta, Laura, que ya está totalmente desarrollada y me da mis actuales alegrías, con su cariño tan cercano y sincero, aprendido de su madre y de su abuela.

Recordando todo este tiempo, pienso que la paciencia es una de las virtudes más necesarias. La he tenido mientras crecían mi hija y mi nieta, y el resultado es mi actual estado de satisfacción. Mi mujer, siempre de acuerdo con mis deseos y comprendiendo mis necesidades, educó a Rebeca con el ejemplo, mostrándose siempre conmigo cariñosa y obediente. Por eso, en cuanto nuestra niña estuvo lista, encontró lo más natural del mundo convertirse en mi nueva amante, encantada de ser tratada como siempre había visto que lo era su madre.

La misma dedicación en hacerme la vida cómoda fue la que puso Rebeca con su hijita Laura, y el mismo proceso que había tenido lugar con ella ha acabado dando sus frutos en mi tierna nietecita, que está aprendiendo a darme placer con rapidez, y ya se ha convertido en mi favorita, de lo que está muy satisfecha.

En mi casa siempre hemos dormido en el mismo lecho. Es una cama muy grande, que ha resistido nuestro peso perfectamente con el paso de los años: primero dos personas, luego tres y después los cuatro. La desnudez es el estado habitual de nuestros cuerpos. Y mis tres amantes han sabido siempre que las cosas estaban en perfecto estado si me complacían en todo.

El plan que le detallé a Dora en cuanto la conocí se ha cumplido a la perfección. Cuando me escuchó explicarle que, según mis cálculos, llegaría a ser un cincuentón al menos con tres bellas mujeres, comprendió que estaba ante un personaje inclasificable. Le di todos los detalles de mi proyecto y, enamorada de mí como estaba, se ofreció a apoyarme incondicionalmente. En poco tiempo quedó embarazada, con la ilusión de que mis predicciones fueran ciertas. Cuando supimos que era una niña, la alegría fue inmensa, y mi Dora la educó con la mirada puesta en mis deseos, sin ocultarle en ningún momento ningún detalle de su adoración por mí.

Durante los años en que Rebeca estuvo creciendo, mi matrimonio fue un campo de rosas, con Dora haciendo siempre amistad con las jóvenes que creía que más se acomodaban a mis gustos, y sirviéndomelas en bandeja en cuanto estaban listas para ser mías. Mi esposa supo desde el principio que, pasara lo que pasara, yo siempre la querría a mi lado, y las amigas que me proporcionaba iban pasando por nuestra vida mientras nuestra relación continuaba tan firme como siempre. Mientras, Rebeca veía con naturalidad cómo su papá se relacionaba con todas esas muchachas tan bonitas, amigas de su mamá, que también se unía a nosotros en muchas ocasiones.

Una mamá treintañera que, en cuanto Rebeca se hizo mujer, la ayudó con amor a entregarse a mí. La historia de Dora se repitió con mi hijita, que traía a sus amigas más apetecibles para que las degustase, y tanto su madre como ella continuaban participando si yo las requería.

Ahora, claro, es mi nieta Laura la que trae las ninfas para que jueguen conmigo. Tres generaciones de bellezas frescas, toda una comarca regada con mi semen, en la más absoluta confidencialidad.

Las cosas se desarrollan siempre de mismo modo, desde aquel feliz día que empecé a vivir con mi Dora en la casa. En cuanto cerramos a nuestra espalda la puerta por primera vez, la misma noche de nuestra boda, nos desnudamos rápidamente, y nos prometimos permanecer así para siempre. Ella estaba emocionada: todo era nuevo, excitante, nada convencional. El mundo podía seguir con sus normas acartonadas, pero ella iba a cumplir nuestro pacto, y la desnudez no era más que la metáfora de lo que vendría.

Fuera de la casa, cuando salíamos, nos comportábamos como personas comunes. Pero en cuanto estábamos dentro, ella, como años después nuestra hija y nuestra nieta, era lo más parecido a una esclava que ha tenido nunca un hombre. Desde el primer momento, su devoción por mí fue absoluta, prestándome todos los servicios que he necesitado en cualquier instante. Las normas han sido siempre sencillas para todas: simplemente, sus cuerpos y sus mentes son de mi propiedad, sin excepción. El estado idílico en que he vivido con ellas ha resultado beneficioso para todos: ausencia total de conflicto, convivencia sencilla, amor perfecto.

Y mi paciencia. Muy importante. La primera noche, Dora no consiguió engullir mi polla entera con su dulce boquita. Lo mismo pasó con su culito, aún sin dilatar lo suficiente. Me lo tomé con filosofía, follándole bien a fondo el coño, que sí se prestaba con facilidad. En una semana, sus tres agujeros estaban perfectamente acomodados. La misma serenidad, que me ha guiado siempre, apliqué después con Rebeca y con Laura, que han sabido valorar tanto como Dora mis atenciones.

Una vez que sus cuerpos se acomodaban con el mío, las tres han sabido también poner sus mentes a mi servicio. Valoran debidamente mis órdenes para tener orgasmos o restringírselos. Son los mejores medios para verse premiadas o castigadas, según si su comportamiento se acomoda al cien por cien con mis deseos, o se desvían, siempre mínima o involuntariamente, de su deber. Pero no es la única vía para hacerles ver sus pequeños errores, como es natural. Siempre ha sido así, aunque en los últimos tiempos la que más los cometía, por su inexperiencia, era la tierna Laurita. Sabía que aún no era la esclava perfecta y aceptaba de buen grado que su madre y su abuela la inmovilizasen ante mí para que le corrigiera con mi trato experimentado.

Además, los ojos de todas han seguido brillando emocionados al ver mi polla endurecerse, y conocen bien mis métodos para que se ponga como una barra de hierro. Uno de ellos, sin duda, es abofetear a mi nietecita mientras la sujetan, comenzar a regarle de hostias como siempre he hecho con todas mis bellezas. Dejarle la cara tan roja como las tetas, mientras agradece cada mandoble, como también ha visto siempre en la casa. Mi polla entra en sus agujeros ya con la misma facilidad que en los de las otras dos, reblandecida casi por completo como está.

Aunque se conserva perfecta, casi no uso ya a mi esposa, que se dedica sobre todo a que las niñas nuevas que trae su nieta estén en perfectas condiciones para mí. Cuando Laura las mete en casa, ya están avisadas de las condiciones básicas de habitabilidad, y vienen, siempre, presas de esa curiosidad tan dulce de las féminas recién horneadas. Rebeca, su madre, cuyo aspecto aún tan juvenil hace que se confunda sin desdoro entre los nuevos grupitos, acompaña a Laurita en los preliminares. Las niñas abren unos ojazos como platos cuando ven las habilidades de las dos, adorando mi polla con su acostumbrada entrega. No hay ni una de esas tiernas beldades que no acabe suplicándome más.

Estos días estoy educando a una niña, Mara, que acaba de llegar al colegio de mi nieta. Me he centrado bastante en ella porque le veo muchas posibilidades. Más curiosa que las demás, muy desarrollada ya, aparece con Laura por las tardes, a la hora de la merienda. En cuanto entra, corre a buscarme entusiasmada para darme un abrazo, sin desnudarse todavía. Mientras le meto la lengua en la boca y le agarro del culo, aprieta sus ya grandes tetas en mi pecho. Luego retrocede unos centímetros y se empieza a quitar la ropa ante mí.

Lo hace despacio, acariciando su piel mientras me sonríe, contemplando satisfecha cómo mi polla responde a sus juegos inocentes y se mete en el culo de mi nieta, que ya está acostumbrada a que la coja por el cuello para que lama el coñito de su amiga, mientras mi hija le mete el pie entre las piernas para darle placer. En unas pocas tardes, Mara ha sido atravesada por mí de todas las formas posibles, y cada día viene con ganas de recibir nuevas impresiones.

Hoy mismo, nada más llegar, me ha dicho que traía el coño ardiendo. Mi esposa, mi hija y mi nieta están maravilladas de ver a este espécimen de perrita arrastrada, que en pocos días ha alcanzado niveles de emputecimiento superiores a los que ellas tardaron meses en conseguir. Lejos de sentirse celosas o de entorpecer sus grandes cualidades, le animan a seguir comportándose de un modo tan provechoso. Una niña como esa no entra en casa todos los días.

Mientras la masacro, contemplo entusiasmado que no tiene límites. Cuanto más fuerte le pego, más cara de viciosa se le pone. Una persona tan joven, tan recién hecha, tan resistente y tan adorable, es lo más parecido a un depósito de semen perfecto que he visto nunca. Así que he decidido incorporarla a la familia.

Mi nuevo plan es, sencillamente, embarazar a Mara. Tengo la certeza de que engendrará un varón. Alguien tiene que continuar esta dulce saga, y creo que ya es el momento de que nazca. En menos de dos décadas él será ya un buen semental, y yo estaré en el ocaso de mi vida, ayudándole a convertirse en el nuevo rey de la manada.

Mi nieta ya sabe que su amiga Mara ha sido escogida para albergar al próximo líder, y me ha pedido que la preñe a ella también. Las dos están ya embarazadas, por supuesto. Laura de una niña, sin duda.

Y así es como resulta. Durante toda su niñez, los dos vástagos pasan los años juntos hasta que llega el día de comunicarles que son los herederos de mi casa y de mi saga. Mi bisnieta está ya más que acostumbrada al cuerpo de su hermano, al que lleva ya tiempo desfogando con sus manitas y su boca, pero yo me reservo la primera follada, desvirgándole el coño y el culo. A mis setenta, aún conservo el vigor suficiente y mis perras me ayudan con denuedo. Provisto de un buen plan, se puede llegar hasta la cuarta generación de esclavas familiares sin problema.

A esta parejita de chavalines les puse los nombres originarios, como correspondía: Felipe y Dora. Ambos me tienen el mismo respeto que sus antecesoras, y Felipe aprende con rapidez, ayudado por su madre, Mara, que forma una pareja estupenda con mi nieta, la dulce Laurita.

La nueva Dora, que es la primera de mis zorras que experimenta el empalamiento doble, acabará también embarazada, y todo continuará a mi muerte. Pero mientras me llega, seguiré usándola, como lo hacía con su bisabuela hace ya tantos años. Las amiguitas que me trae ahora son maravillosas, y se prestan a mis pequeños vicios con la entrega necesaria, pero a mi edad ya creo haber elegido a la que me acompañará en mi último suspiro; la inigualable Mara, el único miembro de mi cuadra de putas permanente que vino de fuera de la familia.

Felipito ya ha tomado posesión de todas las perras, incluidas las viejas, a las que yo no uso hace ya tiempo: su bisabuela y su abuela. Su madre es cosa mía, ya digo, y siempre con la colaboración de mi nietecita Laura, avanza en su degradación. No hay día que Mara no me sorprenda positivamente, prestándose a las más sublimes sesiones de hostias, con objetos contundentes. Me suplica por favor que le dé más fuerte, siempre tan resistente y encantadora, y cuando acabo con ella aún pide con un hilillo de voz su ración de orina, que engulle con ansia, mientras los restos de pis curan sus pequeñas heridas.

Las niñas nuevas suelen aplaudir cuando la dejo casi inconsciente y acuden a mi lado para sentir el placer de ser azotadas, desvirgadas y humilladas por primera vez. Siempre hay alguna preciosa damita virgen que destaca entre las demás. Cintia, una cachorra con ojos de cierva, deja que agarre sus tetas, desarrolladísimas, mientras me mira suplicante para que le atraviese la faringe sin contemplaciones.

Durante una sesión con su bisnieto y su hija Rebeca, mi esposa falleció feliz, entre orgasmos. Ya nada me ata a esa casa, donde tanto placer he dado y recibido.

Me apetece cambiar de aires y me voy lejos, quizás para no volver, con mi Mara de mascota, acompañante y conductora. Me despido de todos, dejando a la prole en manos de mi heredero, y veo que al poco rato, en una casa cercana, alguien hace señas para que nos detengamos. En el portal está la niña Cintia, con su madre, a la que recuerdo vagamente de alguna visita de hace años a mi mansión. Esa madre, aún en plenas facultades físicas, con un cuerpo espectacular y arrodillada, apoyando sus enormes ubres en mis zapatos, me suplica que me lleve a su pequeña conmigo. Mara ha bajado del coche conmigo y arrastra a la criatura al asiento de atrás, mientras empotro a la mamá en el quicio de la puerta, que me agradece las pequeñas contusiones que le causo en sus tetorras, los mordiscos en su cara y la ración de semen que le dejo en las entrañas.

Continuamos el viaje, dejando a la madre de Cintia destrozada y sonriente en la puerta de su casa. La niña, alegre y locuaz, nos cuenta que desde que fue usada por mí había insistido a su mamá para que la pusiera en mis manos. Su madre era reticente en un principio, pero comprendió que el destino la reservaba para mí, que al fin y al cabo era su padre. Cintia nos contaba, mientras la carretera avanzaba bajo las ruedas, que cuando supo que yo me iba de viaje, estuvo masturbando a su mamá con todas sus fuerzas, dándole todo su cariño, arrasándola con sus manitas, sus dientes, sus pies, atravesándola con todas las cosas que tenía a mano, hasta que la madre, exhausta de vicio y de placer, accedió, convencida de que su hijita ya había madurado prematuramente y sería feliz a mi lado.

Mara sonríe mientras conduce y escucha la preciosa historia de la niña, que luego nos cuenta que desde que tuvo mi polla entera en su boca supo que sus enormes tetas, hasta entonces motivo de su vergüenza, estaban hechas para ser agarradas por su papi y así tragar hasta el fondo. La cachorrita me enternece con sus palabras inocentes, y hago parar a Mara un momento para pasar al asiento de atrás.

El viaje continúa, ya con Cintia sobre mí. No pesa nada, mi hijita, pese a sus dos grandes melones, que aprieta contra mi pecho mientras juega con su lengua en mi boca. Mi polla choca con sus braguitas y me enfado un poco por ese descuido de la niña, que no ha previsto una cosa tan simple como tener su coño dispuesto para papi. Se las rompo, claro, y mientras me la follo le azoto sin compasión ese culito rebelde. Mara me pide permiso para masturbarse mientras sigue al volante, pero le cojo del cuello y se lo deniego. Acabo corriéndome dentro de la niña, mientras escucho el dulce sonido de la garganta de Mara, que aún acierta a darme las gracias entre ahogos.

Cintia limpia todo con su lengua y se acurruca a mi lado. Acabamos dormidos, yo con mi puño dentro de su coñito recién hecho y ella agarrando mi polla con sus manitas. Despertamos cuando el coche para. Vamos a comer en un restaurante. Entro agarrando la cintura de Mara y con Cintia de la mano. En la mesa de al lado hay una pareja con niña, y Cintia acaba jugando con ella en el suelo, sin armar alboroto. La mujer nos sonríe; está muy buena. Le devuelvo la sonrisa y seguimos comiendo, tranquilos. El marido sale a fumar y yo aprovecho para magrear a mi esclava mientras esa mamá nos observa, curiosa y ruborizada. Le miro fijamente sus pezones endurecidos bajo la camiseta. Se da cuenta y baja la vista, revolviéndose un poco en el asiento. Envío a Mara a fumar, propinándole un buen azote.

Me acerco a la mujer y le digo que permanezca callada mientras le retuerzo un pezón sobre la ropa. Las niñas siguen cuchicheando en el suelo, entrelazadas. Mi dulce Cintia ya le ha metido su manita en el coño a su amiga mientras ve cómo torturo a la mamá. El marido vuelve, empalmado. Me presento y excusa que le ha surgido un trabajo en la zona. Me ofrezco a acompañar a su familia por un rato, mientras él se va a un motel con mi Mara, con la intención de tirársela.

Sigo macerando a la madre un rato, que sigue callada y cada vez más mojada. Pero a la que me voy a follar es a su hijita. Sin dejar de humillar a esa belleza, llamo a mi Cintia, que acude con su amiguita, y se une a la fiesta. Nina, que así se llama la pequeña, se ríe alborozada al ver cómo magreo a su mamá, y se le sube encima para imitarme con sus manitas. La madre no puede evitar un orgasmo al verse manipulada por mí y por su hija. Cintia me la está chupando bajo la mesa y yo arranco a Nina de la boca de su madre para ser yo el que la bese. La pequeña se abraza a mí, Cintia cambia de entrepierna para limpiar los flujos de la mamá, y atravieso el coño de Nina con mi polla, mientras me agarro a sus tetitas incipientes.

Mientras, Mara, que sabe que no debe ser follada más que por mí, ha conseguido dejar encerrado al marido en la habitación. Acude a nuestra mesa y le da la llave a la esposa. Ella la coge, me da las gracias y va al encuentro de su esposo, confiándonos a su pequeña Nina. Ésta acaba de descubrir los placeres del sexo, y aún tiene que aprender un poquito más en mis manos. Es increíble lo que se puede llegar a hacer en una mesa un poco apartada de un restaurante de carretera.

La mamá, que ha entrado en la habitación de su marido totalmente cachonda, lo ha dejado exhausto a polvos. Vuelven para buscar a su hija. La dulce Nina, que se ha encariñado conmigo, les pide que la dejen pasar unos días con nosotros. Su amiguita, mi pequeña tetuda Cintia, insiste con el más infantil de sus mohínes. El hombre accede, ante la aprobación de la madre, que no hace otra cosa más que obedecer a mi mirada.

Vamos cada grupo a nuestros respectivos coches, y nos despedimos hasta nuestra próxima cita para devolver a Nina. El papá está más pendiente del escote de Mara que de su hijita, cuando al fin me quedo con mi esclava conductora, sentado en el centro del asiento de atrás con una niña a cada lado.

Cintia nos muestra su ano dilatado, animando a Nina a que se lo abra con sus propias manitas. Nina lo hace, y le escupo para poder metérsela más fácilmente. El coche avanza y descargo de nuevo dentro de nuestra pequeña invitada, mientras Cintia me da a morder sus enormes melones de niña desarrollada. Mara me sonríe por el retrovisor. Se hace de noche y volvemos a parar, para dormir en un hotel de lujo.

En la recepción, Mara se ocupa del registro mientras cuido de las niñas. La chica encargada parece bastante despierta, y hace su trabajo sin perder detalle del grupo que se le ha presentado. Mi perra, aunque a sus treinta años tiene la edad de mi nieta, me identifica como su marido, y a las niñas como nuestras hijas. Me gusta esa ficción y le sigo el juego. La recepcionista se fija con ternura en la dulce estampa de las dos criaturas pegadas a mí durante la espera, pero tampoco deja de admirar el cuerpazo de Mara, con su vestidito tan escotado, que pone de manifiesto sus enormes peras de guarra incontenida y cubre su culo con dificultad.

Ya en el ascensor, las niñas se abrazan, fundiéndose en un beso apasionado. Nina, que me ha visto tratar a mi Mara con cierta rudeza, se atreve a agarrarle una tetaza y mordérsela, diciéndole que como ahora es su mamá adoptiva, tendrá que darle de mamar. Una vez en la habitación, nos desnudamos y ordeno a las niñas que masacren un poco a la perra, que agradece sus atenciones. Ya tengo a Mara adorando mi polla mientras sigue recibiendo los golpes y las inserciones de las pequeñas, cuando llaman a la puerta. Ya tardaba, la recepcionista. Le digo que espere y nos vestimos. Envío a abrirle a Cintia, que se le agarra amorosa, aplastando sus tetorras contra su cuerpo.

Permanezco sentado en un amplio sofá junto a Mara y Nina. La empleada, sin dejar de ser agarrada por mi Cintia, nos cuenta que su turno ha terminado y quería saber si nos encontrábamos bien. Si el uniforme le quedaba exquisito, la ropa de calle que se ha puesto le daría el primer premio en un concurso de bellezas eróticas, con su faldita de raja y su blusa ceñida escandalosa. Añade que tenía una sensación extraña y agradable respecto a nosotros, algo que no le solía ocurrir nunca con los clientes, y no había podido evitar visitarnos. Le invito a sentarse con nosotros.

Cada niña permanece sobre la mujer que ha elegido. Explico a nuestra joven admiradora que mi esposa, mis dos hijitas y yo estamos de vacaciones, mientras mi Cintia y yo le acariciamos los muslos y Nina agarra las tetas de Mara. Brenda, que así se llama la recepcionista, me dice que tengo una familia muy cariñosa. Le contesto que sí, que mis hijitas siempre están abrazando y besando a sus papás, y que yo consiento ese trato porque a mi edad ya sé que toda muestra de afecto es buena y natural. Le aparto el pelo de la cara y le doy un beso de tornillo, mientras Cintia ya roza su manita con la mía en la entrepierna de nuestra caza.

La joven se sorprende de nuestro trato e intenta levantarse, con educación. Con la misma educación le ordeno que se quede donde está y que me explique lo que ha visto en nosotros. Me dice que cuando hemos aparecido por la puerta ha sentido que algo muy fuerte le unía a mi esposa, con ese escote magnético y su trato tan cordial. Y que luego, al verme a mí tan unido a mis hijitas, le he despertado una fuerte ternura. Ambas sensaciones unidas han hecho que se excitara y no pudiera evitar venir a visitarnos, pero ahora ya no quería molestarnos más.

Le alabo el gusto respecto a las tetas de mi mujer y le invito a compartirlas con Nina, que le deja una para ella. Brenda duda un poco, pero no puede evitar acariciar el melonazo de Mara, que Nina saca amablemente para ella. Mi Cintia le levanta la falda y le quita el tanga, mientras yo le saco las tetas y ella mama las de mi perra Mara. Acabo follándome a Brenda, que está totalmente mojada, rodeado por los cuerpos de las otras tres, feliz como siempre de tener a mi disposición a cuantas damiselas se presentan en mi ya larga vida.

Brenda se queda a dormir con nosotros y mis perras le dan un curso rápido de resistencia y sometimiento. A la mañana siguiente reanudamos el viaje, no sin antes acudir a la recepción, donde Brenda se ha incorporado de nuevo, esta vez con la sonrisa más amplia, la vida cambiada y unas cuantas marcas visibles de la noche agitada, que la hacen verse más bella.

Sin necesidad de detenernos, cuando necesito mear mi Cintia se presta a beber, y la ingenua curiosidad de su nueva amiguita Nina le hace imitarla, tragando con ganas. Se me pone dura y le follo la cabecita, hasta que me corro mecido por el dulce sonido de sus arcadas. Mientras descanso los pies apoyándolos en esta pequeña, pienso en lo felices que va a hacer a sus papás cuando la devolvamos al día siguiente, convertida en toda una puta profesional.

Por fin llegamos a la ciudad donde me propongo pasar el resto de mis días, en un apartamento del centro. Reposo en un cómodo sillón, usando esta vez a Mara de reposapiés y con Cintia repasando toda mi piel con su lengua, y recuerdo los avatares de mi vida, ya casi extinta. Varias generaciones, empezando por mi difunta esposa Dora, mi primera hija Rebeca, la nieta Laura que me trajo a Mara, la parejita de descendientes formada por mi bisnietos Felipito y Dorita… Ahora disfruto de dos esclavas preciosas. Mara, como mi primera mujer, ni siquiera es de mi sangre; me recuerda tanto a ella… y Cintia, mi hija bastarda, de la edad de mi bisnieta Dorita, tan recién hecha, tan manipulable, tan adorable…

Tan solo llevo unos meses en la ciudad. Salimos poco. Dorita está embarazada, según cuenta en sus cartas. Cintia también. Mientras follo con mi Mara y con ella, siento que ya me llega mi último suspiro. Mi última corrida.

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